Uzbekistán: entre cúpulas azules y arenas eternas de la Ruta de la Seda

19/06/2025

Un viaje al corazón de Asia Central

 

Uzbekistán no es un destino para marcar con un check. Es un lugar que se filtra por los sentidos: la textura de un muro de adobe, el olor del comino en el aire, el eco de un rezo al caer la tarde. Cada ciudad parece tener su propio ritmo, su forma de convocar el pasado. Entre desiertos y plazas, uno va entendiendo que la Ruta de la Seda no es sólo historia: es una forma de estar en el mundo.

Desde las avenidas sobrias de Tashkent hasta el laberinto turquesa de Samarcanda, el país despliega una mezcla inusual: herencia islámica, pasado soviético y una vitalidad que no pretende complacer. Uzbekistán no es fácil. Pero sí fascinante.

 

Tashkent: estaciones de mármol, bazares vivos

 

La capital no suele enamorar a primera vista, pero si se la camina sin expectativas, sorprende. Hay orden, sí. Y anchas avenidas. Pero también una vida callejera que desborda los parques y mercados. En Chorsu, el bazar central, se venden sandías cortadas con esmero, pan con formas simbólicas, y dulces que saben a infancia. Bajo su gran cúpula verde, el regateo es parte del lenguaje cotidiano.

 

 

La madrasa Kokaldash, justo al lado, aún observa el paso de los siglos. Más abajo, el metro soviético recuerda que hubo un tiempo en que se quiso construir el paraíso obrero bajo tierra: mármol, lámparas colgantes y nombres que suenan a ciencia ficción, como la estación Cosmonautas.

 

 

No muy lejos, la estatua ecuestre de Tamerlán observa una ciudad que ya no le pertenece. A sus pies, adolescentes en patineta, madres con carritos y vendedores de helado conviven sin prisa. Al mediodía, el plov humea en los puestos. No hay turismo escenográfico: la vida sucede, y uno entra en ella sin ceremonias.

 

 

 

Khiva: laberinto de ladrillos y silencio

 

Khiva es compacta. Dentro de sus murallas, todo parece cuidadosamente detenido. Pero esa quietud engaña. Basta levantarse al alba para ver a los barrenderos sacudir el polvo de las piedras, a los comerciantes preparar sus puestos en antiguas madrazas.

 

 

El minarete Kalta Minor se impone, aunque esté incompleto. Azul, corto y sólido, es más contundente que estético. Las madrasas convertidas en tiendas no pierden su aura. Algunas venden alfombras, otras, sombreros de fieltro. Las mezquitas tienen puertas pesadas, y dentro se escucha un silencio que no siempre es religioso.

 

 

Khiva se recorre con pausa. Sus sombras se mueven despacio, igual que los gatos. En la mezquita Juma, uno puede pasar largos minutos entre columnas de madera, sin hacer nada. Y eso está bien.

 

 

 

Bukhara: cuando la espiritualidad se vuelve rutina

 

Bukhara es más amplia, más viva, más impredecible. Tiene algo de ciudad donde la gente aún vive, compra, discute. En la plaza Lyabi-Hauz, los ancianos se sientan a ver pasar el día, como si supieran algo que nosotros olvidamos. Alrededor, teterías, artesanos, niños que corren entre fuentes.

 

 

Las madrasas aquí no buscan impresionar. Nadir Divan-Begi, con sus aves en la fachada, es más enigmática que espectacular. Chor-Minor, con sus cuatro minaretes redondeados, parece un modelo de arcilla a escala humana. Y el mausoleo de los Samánidas, construido con ladrillos secos al sol, tiene la humildad de lo que ha resistido siglos sin hacerse notar.

 

 

Durante la oración, la mezquita Bolo Hauz vibra. Luego, en la Silk Road Tea House, el té llega en cuencos de cerámica que parecen hechos a mano por generaciones. No hay prisa. Y en ese ritmo lento, uno empieza a comprender que Bukhara no quiere impresionar. Solo ser.

 

 

 

En el desierto: silencio, estrellas y un lago inesperado

 

Salir de la ciudad es otro tipo de viaje. Cruzar el desierto de Kyzylkum no es sólo cambiar de paisaje: es entrar en otro tiempo. Dormir en una yurta puede sonar a cliché, pero cuando cae la noche y el viento deja de soplar, todo adquiere otro peso. El cielo parece una cúpula invertida, y no hay otro ruido que el de tu propia respiración.

 

 

A unos kilómetros, el lago Aydar aparece como un espejismo que resulta ser real. Hay quienes se bañan, quienes simplemente se sientan a mirar el agua sin decir nada. El lujo aquí no es la comodidad, sino el silencio.

 

Samarcanda: belleza y desorden

 

Samarcanda es poesía, sí, pero también caos a las cinco de la tarde en el bazar Siyob. Es una ciudad que brilla, pero no siempre se deja querer. La Plaza del Registán deslumbra con sus madrasas —Ulugh Beg, Sher-Dor, Tilla-Kari—, que parecen diseñadas para ser admiradas desde el asombro. Pero bastan unos pasos hacia los callejones para encontrar ropa tendida, cables eléctricos y una vida que no busca ser fotogénica.

 

 

El mausoleo de Amir Temur impresiona menos por su historia —aunque incluye una supuesta maldición— que por la serenidad de su interior. En el observatorio de Ulugh Beg, aún se conserva el enorme sextante subterráneo, testigo de un tiempo en que mirar el cielo era ciencia, no turismo.

 

 

Shah-i-Zinda, en cambio, no se visita: se recorre como una procesión íntima. Las paredes cubiertas de azulejos vibran con una intensidad difícil de explicar. Aquí sí, el silencio se impone.

 

 

 

Hospitalidad sin guión, detalles que quedan

 

Uzbekistán no siempre es cómodo. A veces es ruidoso, otras contradictorio. Pero nunca es indiferente. La hospitalidad es directa, sin folclore de escaparate. Te ofrecen té. Preguntan de dónde vienes. Te invitan a sentarte. A veces no entienden una palabra de inglés, pero no importa.

 

 

Los trenes cruzan el país a ritmo firme. El TALGO que une las ciudades principales parece fuera de lugar, moderno en medio de lo ancestral. Pero funciona. Y en el vagón comedor, entre platos de arroz y canciones pop rusas, uno siente que el viaje es también lo que ocurre entre destinos.

 

 

 

Uzbekistán: una historia que no acaba

 

No hace falta idealizar Uzbekistán. Lo que ofrece es suficientemente poderoso sin adornos. No es un museo al aire libre, aunque lo parezca por momentos. Es un país que respira, que cambia, que recuerda.

 

 

Viajar aquí no es fácil ni perfecto. Pero es una experiencia que deja huella. Y cuando uno regresa, no recuerda sólo los monumentos. Recuerda la textura de una alfombra tejida a mano, el crujir del pan, el murmullo de una mezquita al atardecer. Cosas pequeñas. Cosas que, juntas, forman algo que se parece mucho a un recuerdo verdadero.

 

Otros artículos que te pueden interesar